Manuel Navas. Politòleg
A la cantinela de acusaciones contra los emigrantes (aprovecharse del bienestar nacional y robar puestos de trabajo), se sumó, tras el 11-S, la sospecha de ser potenciales quintocolumnistas de lo que se ha acabado por definir como terrorismo global. Con la institucionalización del estigma, se dio luz verde para adoptar, con cierto aire de autoridad moral, “cuantas medidas sean necesarias” para controlar los flujos migratorios. Desde esa perspectiva, el 11-S resultó ser un auténtico regalo para quienes andaban escasos de razones racionales para seguir alimentando la sacrosanta división del “dentro” y “fuera”, del “nosotros” y “ellos”, o lo que es lo mismo, los auténticos constructores de los muros mentales y físicos, los artífices de las comunidades blindadas.
Así las cosas, bienvenida sea cualquier iniciativa en favor de la creación marcos que, más allá de ferias musicales y sabores exóticos, sirvan para reflexionar sobre este mundo imparable e incontestablemente diverso. En ese empeño andan quienes, desde hace 5 años, organizan la Festa de la Diversitat (Sabadell, 2-6 de mayo), cuya finalidad última podría sintetizarse en la propuesta del sociólogo Z. Bauman, “muchas culturas, una humanidad”.
Y es que, no hay que llamarse a engaño, en un planeta globalizado, las diferencias culturales, como todas las demás, y obviamente quienes las personifican, están aquí para quedarse, para convivir con nosotros, como vecinos, comerciantes, amigos, colegas de trabajo o de estudios, etc., y cuando interaccionamos con ellos/as, descubrimos que los/as extranjeros/as son, simplemente, seres humanos con los mismos deseos y miedos que nosotros/as.
Además, nadie en su sano juicio puede esperar, o que todos los extranjeros sean absorbidos por el cuerpo nacional y dejen de existir como extranjeros, o que sean expulsados, ni que, en el neoliberalismo que gestiona hoy el sistema económico globalizado, exista voluntad y/o sea posible aplicar alguna fórmula que frene a esa marea humana que huye de la miseria.
Parece claro pues que, por muchos cerrojos que coloquen en las puertas, el problema no desaparecerá. Podrán mantenerlo alejado de las miradas y las mentes, pero no controlarán, debilitarán, y menos aún, eliminarán, las causas que provocan la emigración.
Por eso es imprescindible ir más allá de lo políticamente correcto y reclamar un giro que supere el paternalismo institucional que suele orientar las actuaciones públicas y el pesimismo de quienes ven inviable una sociedad multicultural (cuya formulación más radical la tenemos en la profecía sobre el “choque de civilizaciones” del estadounidense S. Huntington, mientras que la versión más suave, postula por una tolerancia multicultural como sinónimo de indiferencia e ignorancia mutua).
Partiendo de que no hay caminos absolutamente fiables, ni soluciones mágicas para un problema de enorme complejidad y que nuestro particular punto de vista, de cual necesariamente partimos para abordarlo, es contingente, parece razonable acudir a la prueba de ensayo y error, para desechar los caminos que se han mostrado ineficaces y profundizar en los que aportan algo de luz.
En esa disyuntiva, para no seguir tropezando con la misma piedra, hay que asumir que cualquier idiosincrasia cultural (incluida la nuestra), es tan buena e intocable como las demás y para ello resulta obligatorio respondernos sobre si somos capaces de zarandear nuestra arrogancia etnocentrista y reconocer que ningún modelo cultural puede, autoritaria ni eficazmente, reivindicar su superioridad intrínseca sobre otros modelos culturales.
En definitiva, se trata de aceptar que aquí estamos todos/as (la raza humana), tan diferentes como la historia nos ha hecho, pero, al ser diferentes al tiempo que humanos, cada persona puede dignificar, mediante los procesos de convivencia, comunicación e intercambio, el contenido del género humano al que todos/as pertenecemos. Sin caer en ingenuidades, tan bienintencionadas como estériles, debe concluirse que nuestro tiempo reclama urgentemente un diálogo abierto y sin prejuicio sobre los valores y los méritos de cada una de las contribuciones a la causa de la felicidad humana.